Un anticuerpo, o inmunoglobulina, es una proteína con función defensiva contra el organismo, producida por las células plasmáticas, último estadio evolutivo de los linfocitos B, en respuesta a la entrada en el organismo de determinadas sustancias, llamadas antígenos (cualquier sustancia extraña se define como como antígeno que al introducirse en el organismo es capaz de provocar la formación de anticuerpos y reaccionar específicamente con ellos induciendo una respuesta inmune), que se combina para dar lugar a la respuesta inflamatoria de tipo inmune. Los antígenos son glicoproteínas presentes en la estructura de los microorganismos (virus, bacterias, protozoos...) que estimulan la producción de anticuerpos.

La inmunoglobulina A (IgA) está presente principalmente en las secreciones externas, como la saliva, las lágrimas, las secreciones genitourinarias, el moco intestinal y bronquial, el calostro y la leche materna y en todas las membranas mucosas. Representan un importante medio de defensa contra infecciones locales, impidiendo la colonización de patógenos y su entrada al organismo.

Inmunoglobulinas D (IgD) cuyo papel aún no se ha aclarado del todo.

Las inmunoglobulinas E (IgE) presentes en la superficie de determinadas células, los mastocitos, están implicadas en reacciones alérgicas y también son extremadamente importantes para la protección contra las infestaciones parasitarias.

Las inmunoglobulinas G (IgG) constituyen la piedra angular de la respuesta inmune secundaria y es decir, intervienen en los casos en los que ya ha habido un encuentro previo con el antígeno. Durante el embarazo, la madre transmite su propia IgG al feto a través de la membrana placentaria, otorgando al recién nacido cierta inmunidad durante los primeros 3-4 meses de vida.

Las inmunoglobulinas M (IgM) son anticuerpos asociados con la respuesta inmune primaria (exposición inicial al antígeno extraño) que actúan primero al entrar en contacto con un nuevo antígeno.